Comentario
Han sido muchos, y muy variados, los intentos de definir el arte etrusco. Sin insistir en la arquitectura, cuya originalidad resulta patente, los indiscutibles contactos entre tirrenos y griegos han supuesto, durante siglos, un verdadero ejercicio crítico a la hora de delimitar los campos y de matizar -a veces obra a obra- las relaciones. Podría recordarse, por ejemplo, que hasta principios del pasado siglo eran consideradas etruscas las cerámicas áticas, porque casi todas aparecían en los ajuares toscanos.
Hoy el panorama se ha ido aclarando y, a pesar de las tendencias discrepantes que aún permanecen, hay un acuerdo generalizado sobre la apreciación general del arte etrusco, sobre la idea de un cierto aire que lo caracteriza, y, desde luego, sobre su grado de dependencia frente a la plástica griega y sus posibilidades de particular iniciativa. Bastará que expongamos un par de opiniones al respecto, a título de introducción.
Empecemos por citar a R. Bianchi Bandinelli. Para este teórico e investigador, el arte etrusco mantiene siempre un carácter artesanal, "del que pueden emerger, y emergen, personalidades artísticas originales, pero que, irás a menudo, confía en un buen hacer espontáneo y generalizado y se deja llevar por influjos externos, cambios de gusto y cuantos aconteceres afectan a la clase gentilicia consumidora de objetos artísticos. Frente a la marcha congruente del arte griego, donde fantasía y razón se equilibran siempre y se llega a superar la condición artesanal del escultor o pintor, los etruscos avanzan por empujes sucesivos recibidos de fuera. Sus obras más conseguidas se hallan en el campo de las artes decorativas (candelabros, cistas, espejos grabados, urnas cinerarias, sarcófagos), y los problemas más graves surgen ante las obras de gran formato: fruto de los saqueos, éstas nos han llegado en muy escaso número, y algunas (la Quimera de Arezzo, la Loba Capitolina, etc.) se muestran de una calidad no sólo superior, sino tan peculiar, que periódicamente hacen surgir el problema de su atribución a la producción etrusca, a talleres de la Magna Grecia, o incluso a talleres instalados en Etruria" (L'arte etrusca, Roma, 1982, p. 13).
Se trata de una visión perfectamente atinada, según los planteamientos actuales, y que M.-F. Briguet ha matizado aún más en una reciente publicación: pérdidas masivas de obras de arte (entre ellas, las de mayor entidad tanto en el campo de la pintura como en el de la escultura), restauraciones abusivas realizadas en el siglo XIX, etc., complican, según esta autora, el análisis del arte etrusco, donde la norma es un abundantísimo artesanado. De cualquier forma, sin embargo, puede afirmarse que "el arte etrusco no constituye una disciplina como el arte griego, cuya ambición de permanencia y universalidad desconoce... No mantiene ni su espíritu competitivo, al parecer, ni su perfección técnica... y jamás intentó, como él, crear un tipo humano ideal fundamentado en la observación atenta de la realidad y engrandecido por la inteligencia y la razón. Por esta causa, los espectadores se mantienen en una actitud dubitativa: mal comprendido, mal definido, el arte etrusco sigue adornándose con una sonrisa enigmática, y se siente la tentación de entregarse, ante sus obras, más a las sensaciones que al análisis y al razonamiento" (Le sarcophage des époux de Cerveteri du Musée du Louvre, Florencia, 1989, p. 148).
Esta última afirmación es, efectivamente, cierta. Pero no constituye, creemos, una nota negativa. Por el contrario, toda obra de arte ha de atraer, por definición, las sensaciones; ha de ser sugestiva, en una palabra. El hecho de que el arte etrusco aliente a ello quiere decir, en el peor de los casos, que sabe al menos incorporar sentimientos peculiares, ajenos al mundo griego, dentro de la plástica helénica.
Sin duda carece de originalidad estilística -tiempo tendremos de acostumbrarnos a ello-, pero no es un arte provincial, versión empobrecida de sus modelos: al igual que el arte ibérico, por ejemplo, maneja, desvirtúa y recrea ciertas posibilidades del arte griego, para adaptarlas a una mentalidad particular. El artista etrusco se deja invadir por un lenguaje plástico prestigioso y cargado de matices que, a menudo, es incapaz de entender, pero a cambio, sabe infundirle, en ocasiones, un hieratismo aristocrático o un vitalismo desenfrenado o, en ciertos casos, una inquietante sensación de temor y desasosiego.